El Morro: Guía y guardián de La Habana
Los atractivos derivados de la ubicación geográfica de Cuba, llamada en la época colonial «Perla de Las Antillas» por sobradas razones, despertaron el apetito de corsarios y piratas que aspiraban a hacer presa en la villa de San Cristóbal de La Habana.
A ello se sumó la decisión de la corte española de convertir al puerto de La Habana en centro de concentración de los navíos cargados con los tesoros del Nuevo Mundo antes de partir hacia la metrópoli.
Todo ello determinó la orden real de construir un sistema de fortificaciones capaz de proteger los bienes de la corona y disuadir a los agresores de intentar apoderarse por la fuerza de la capital de la isla.
Hacia diciembre de 1563, el monarca se dirigió a sus funcionarios en La Habana y les indicó la construcción de obras defensivas sobre una roca de gran altura a la entrada de la bahía, como una especie de guía para las naves amigas y guardián contra las enemigas.
El llamado Castillo de los Tres Reyes del Morro, proyectado como varias de las defensas más importantes de la isla por el ingeniero militar italiano Juan Bautista Antonelli, fue una fortaleza de tipo renacentista, construida como un polígono irregular y con tres poderosos baluartes que dominaban la bahía, la entrada al puerto y la ciudad.
Quien más contribuyó a la terminación de la obra fue el gobernador Don Pedro Valdés, durante su mandato (1600-1607) se concluyó una sólida plataforma donde se colocó una batería de 12 piezas de artillería que aún existe, llamada «Los 12 apóstoles».
Al término de su gobierno sólo quedaban por realizar obras complementarias para el alojamiento de soldados, almacenes de municiones y depósitos de agua, entre otros trabajos, y años más tarde se completó con la fortaleza de La Cabaña.
Convertida durante más de un siglo en la principal fortificación del sistema de defensa contra ataques piratas de la capital, sufrió el asedio de los ingleses, los que llegaron a tomarla por asalto tras abrir una brecha en sus murallas y utilizarla posteriormente para rendir a la capital.
Mudos testigos del desarrollo de La Habana, ambas construcciones vieron crecer hacia 1740 a las famosas Murallas de la capital, tras lo cual el simple hábito de avisar con un disparo de artillería la hora del cierre de las nueve puertas del recinto devino en tradición hasta nuestros días.
Jornada tras jornada, a las nueve de la noche la guarnición de la fortaleza hacia fuego con una de sus piezas, en señal para los habaneros de que ya era hora de recogerse al abrigo de los gruesos muros y evitar el tránsito por los bosques de espesa vegetación que existían en los alrededores de la urbe.
El propio desarrollo de la ciudad fue eliminando a las murallas, de las cuales sólo quedan apenas vestigios en la actualidad, sin embargo, fue incapaz de acabar con la tradición que los habaneros llaman con orgullo «el cañonazo de las nueve», utilizada por muchos para poner en hora sus relojes.
En nuestros días, una guardia de hombres -vestidos con uniformes de la época- se dirige con paso marcial hacia la pieza designada para el disparo, seguidos de cerca por la mirada de visitantes nacionales y extranjeros, que acuden cada noche al ahora parque histórico-militar Morro-Cabaña a presenciar una de las tradiciones más conocidas de La Habana.
Los mismos cañones de siglos atrás se ocupan de mantener viva la costumbre, esperada por todos en un entorno donde la modernidad convive con el recuerdo de las construcciones coloniales, bajo la mirada atenta y callada del guardián de la ciudad.