Los sones negros del flamenco: sus orígenes africanos
Por Eloy Martín
Desde que en 1963 se acuñara la idea de que el flamenco, ya adulto, salió en dirección a América y volvió de allí influenciado por los sones y ritmos caribeños y americanos hasta la consolidación del término de «cantes de ida y vuelta», diversos estudios han permitido avanzar en el esclarecimiento de uno de tantos aspectos oscuros de la historia del flamenco: los intercambios habidos entre el flamenco y las músicas de las antiguas colonias españolas. Sin embargo, la feliz expresión flamenco, o cantes, de ida y vuelta, sólo tiene en cuenta una faceta del proceso (la ida y vuelta de tierras americanas), olvidando otras (la venida de los cantes africanos y afroamericanos y sus intérpretes a España).
Hasta hace bien poco la idea imperante entre los estudiosos fue la de que los protagonistas de estas mutuas influencias hispano-americanas fueron españoles y/o andaluces que, profesionales o no, llevaron las músicas españolas y/o andaluzas a tierras americanas y retornaron con esos cantes transformados y enriquecidos, de tal manera que posteriormente engrosaron el acervo flamenco.
Todo el énfasis se pone en algo que por otra parte constituye una de las grandezas del flamenco: su probada capacidad para incorporar, fagocitar o interpretar, músicas extrañas y convertirlas finalmente en cantes nuevos, que desde entonces son flamencos.
Por contra, en los últimos años se ha operado un cambio espectacular consistente en reconocer, y aún realzar, las aportaciones afroamericanas del flamenco. Esta nueva orientación interpretativa hace hincapié en el papel que los negros y mulatos, tanto esclavos como libres, jugaron de cara al enriquecimiento del acervo musical andaluz del que posteriormente surgiría el flamenco. La primera indicación en este sentido fue la proporcionada por la obra del cubano Fernando Ortiz, al señalar que «en los siglos XVI y el siguiente se produce una nueva intrusión de los negros en las costumbres y músicas europeas. África invadió a los pueblos de un lado y otro del Atlántico con sus tambores, marimbas y sambombas y con sus mojigangas, ñaques, gangarillas, bululús y demás bailes e histrionismos, que van a las procesiones, a los teatros, y a todo jolgorio popular».
El citado autor enfatizó la aportación negra en este nuevo pasaje: «El negro y el mulato fueron en el teatro español algo más que figuras de la trama; también fueron músicos, danzantes, cantadores, farsantes y hasta autores. A esa época gloriosa del teatro de España ellos aportaron alguna de sus formas más típicas». Sin embargo, su apasionada defensa de los cantos y bailes de los esclavos africanos en Cuba favoreció que, finalmente, olvidara las aportaciones musicales de los africanos que habían padecido la esclavitud en España con uno o dos siglos de antelación.
Más tarde, diversos autores hispanos han reanudado la investigación orillada por Fernando Ortiz. Primero fue Arcadio Larrea y poco después Fernando Quiñones quienes señalaron que los colectivos negros de Sevilla y Cádiz contribuyeron a ese magma musical andaluz del que surgiría el flamenco. Posteriormente, José Luis Ortiz enfatizó el papel jugado por la música y los músicos negros en el mismo sentido, mientras que José Luis Navarro ha apostado por esta interpretación resueltamente en un reciente estudio monográfico. Sin embargo, y a pesar de los avances señalados, se sigue creyendo de manera generalizada que los sones y ritmos africanos que entroncaron en mayor o menor medida y con más o menos intensidad en el flamenco fueron aquellos llegados directamente de América.
La aportación de los esclavos
En las presentes líneas pretendo poner de manifiesto la valiosa aportación al patrimonio musical andaluz de los esclavos negros, y también los mulatos, que vivieron en la España meridional durante los siglos XVI y XVII. En la medida en que se avance en la demostración de este supuesto, la idea de «cantes de ida y vuelta», a pesar de su indudable gancho, mostraría con mayor claridad sus limitaciones. Sólo se podría admitir en el sentido de considerar las idas y vueltas habidas entre tres continentes (Europa, América y Africa).
Sin ahondar en siglos anteriores, la esclavitud de subsaharianos existió desigualmente en la península a lo largo del periodo comprendido entre los siglos XVI y XIX, aunque con una importancia decreciente a partir de mediados del siglo XVII. Su presencia fue verdaderamente importante en numerosas ciudades y pueblos: Sevilla, Rota, Cádiz, Ayamonte, Palos de la Frontera, Huelva, Antequera, Málaga, Almería, Guadalcanal, Lucena, Córdoba, Granada, Martos, Jaén, Cartagena, Murcia, Valencia, Barcelona, Madrid, Valladolid y en diversas localidades de Baleares, Canarias y Extremadura.
Aunque no todos los esclavos fueron originarios del Africa subsahariana, ya que una parte de ellos fueron magrebíes capturados por los corsarios españoles, así como moriscos derrotados, no cabe ninguna duda de que constituyeron el grupo más numeroso. Los esclavos llegados a España durante los siglos XVI y XVII fueron sacados directamente del dilatado litoral comprendido entre el Senegal y Mozambique (Guinea, Santo Tomé, Cabo Verde, Angola, Congo, etc.), siendo mayoritariamente jolof, mandingas y congos. Aunque parte de ellos fueron enviados a América, la mayoría de los desembarcados vivieron y murieron en territorio español sin haber salido nunca hacia las colonias americanas.
En el estado actual de nuestros conocimientos todo permite afirmar que la esclavitud negra fue más importante en la península que en las colonias americanas a lo largo del siglo XVI y primera mitad del XVII, una situación que se invertiría hacia la segunda mitad del Seiscientos, cuando los esclavos en Indias superaron claramente a los existentes en la metrópolis. De ahí que su llegada a la península vía América, muy reducida, fuera cosa de los siglos XVIII y XIX (cuando la esclavitud estaba en decadencia en la península).
En resumidas cuentas, decenas de miles de esclavos originarios del Africa subsahariana fueron concentrados desde el periodo medieval en diversas ciudades españolas, donde formaron sus propias asociaciones con las que, por muy precariamente que fuera, pudieron defender sus señas de identidad frente a las de la sociedad que los esclavizaba. Fundaron cofradías religiosas en Sevilla (Nuestra Señora de los Angeles, de comienzos del siglo XV, aunque sus reglas datan de 1554, Presentación de Nuestra Señora fundada en 1572 y la trianera del Rosario, 1584), Cádiz (con anterioridad a 1590, apareció la cofradía del Rosario, que fue sustituida en 1655 por la de los Morenos de Nuestra Señora de la Salud y San Benito de Palermo), El Puerto de Santa María, Jerez, Huelva, Jaén, Badajoz, Valencia, Barcelona y Palma de Mallorca.
Los esclavos llegaron a la península con bailes y cantes africanos que por la viveza de su ritmo y la sensualidad de sus movimientos llamaron pronto la atención de la sociedad esclavista que los acogía. La afición de estos colectivos por la música, que practicaban especialmente en sus reuniones en los días festivos, despertó pronto el interés ajeno. Sirva de ejemplo el caso de Sevilla, ciudad donde, al menos desde finales del siglo XIV, se les permitía celebrar tales fiestas. El paso de los siglos no vino sino a confirmar la situación descrita. En 1566 Muley Núñez se quejaba de que se prohibiera bailar las «Leilas» y «Zambras» a los moriscos, mientras que se permitía bailar y cantar a los negros.
Sin embargo, para las autoridades civiles, y para sus propietarios, tales danzas fueron un continuo motivo de intranquilidad, dados los frecuentes altercados que se producían favorecidos por la abundante ingestión de vino. De ahí que se pusieran trabas a las reuniones de los esclavos, al tiempo que se limitaba la venta de vino y se les dificultaba el acceso a las tabernas. Tales medidas no fueron aceptadas por los implicados, que las ignoraron en la práctica. En Sevilla, la nutrida población esclava se reunía para celebrar grandes bailes (uno de los lugares más usuales de los «cabildos de negros» fue la plaza de Santa María la Blanca), acompañados de panderos, «tabiles» y otros instrumentos, no quedándole a las autoridades otra salida que la reglamentación de tales encuentros. Esta política de encuadramiento de las fiestas y hábitos de los esclavos también se aplicó en las localidades de Jerez, Valladolid, Málaga, Moguer, Tenerife, Murcia, etc.
La iglesia, por su parte, denunció continuamente la gran sensualidad que, en su opinión, era característica de los citados bailes. Con el fin de facilitar su condena (y reducir su vertiente sensual) favoreció su inclusión en las fiestas de carácter religioso, como la del Corpus, en la que los negros con sus danzas y bailes (en calidad de diablitos) representaban al pecado que era finalmente vencido por la divinidad de sus amos blancos. Debe recordarse que uno de los más importantes privilegios de las cofradías de negros fue su participación en los desfiles procesionales, especialmente durante el Corpus Christi, la Semana Santa y otras fiestas religiosas.
Su presencia en tales actos se pone de relieve en diversos ejemplos. Los esclavos participaron activamente en la acogida que la ciudad dispensó a la reina Isabel la Católica en 1477. Del mismo modo, en la procesión del Corpus de Sevilla de 1590 participaron negros y mulatos «danzando y tañendo con guitarras, sonajas y tamboril». Gran resonancia tuvieron las dos fiestas organizadas en 1615 en honor de la Purísima por los negros sevillanos, así como la celebrada en 1655 con motivo de un acto de desagravio a la Virgen. Mientras tanto, las fiestas anuales de la Cofradía de Nuestra Señora de los Angeles se siguieron celebrando hasta 1803. Entre 1564 y 1659 aparecen documentados al menos veintiún grupos de danzas en las celebraciones religiosas sevillanas, entre los cuales se encuentran nombres bien significativos: «Los Negros», «Los Negros de Guinea», «La Cachumba de los Negros», «Los Reyes Negros», «La Batalla de Guinea». Los negros también aparecen cantando villancicos en las funciones religiosas navideñas, como lo prueban diversas piezas de Diego Sánchez de Badajoz, de Lope de Rueda, de Andrés de Claramonte, de Lope de Vega, etc.
Las habilidades musicales de negros y mulatos, esclavos y libertos, así como su habla característica, no tardaron en ser ridiculizados por parte de los demás sectores de la sociedad, por más que algunos de ellos no gozaran de mucha más consideración social que sus vecinos negros. Así, los desfiles procesionales de las cofradías de los negros sevillanos fueron objeto de las burlas hirientes del público asistente, que aprovechaba su paso «para reir y mofar della». Un testigo coetáneo afirmó al respecto que «pareze más entremés de comedia que acto de devoción». En el teatro y la literatura de los siglos XVI, XVII y XVIII abundan los personajes negros caracterizados como tipos cómicos y grotescos, casi siempre víctimas de feroces parodias: «El negrito hablador y sin color anda la niña», «Negro del mejor amo», «Del negro hablador», «Sainete y baile de los negros», «El Entremés de los negros», «Negra por amor», «Negro más prodigioso», «Baile entremesado de los Negros», «Los negros de Santo Tomé», etc. A pesar de lo expuesto, los cantes y bailes de origen africano fueron penetrando y/o influenciando los bailes y cantes españoles y/o andaluces en un proceso todavía escasamente conocido.
El testimonio dramático
Establecer qué bailes y cantes de origen africano formaron parte del acervo musical hispano en los siglos XVI y XVII es tarea harto complicada. Sin embargo, en fecha tan temprana como la segunda mitad del siglo XV aparecen las coplas «a los negros y negras» de Rodrigo de Reynosa, que incluyen el baile guineo.
Sebastián de Covarrubias destacaba de los bailes guineos su «agilidad y presteza», definiéndolos en 1611 como «una cierta dança de movimientos prestos y apresurados; pudo ser fuesse trayda de Guinea, y que la dançassen primero los negros». Francisco de Quevedo destacó el «meneo de los guineos», al igual que Juan Bautista Diamantes, en su entremés «El Figonero». Posteriormente, el «Diccionario de Autoridades», aparecido entre 1726 y 1739, decía al respecto: «Cierta especie de baile ú danza mui alegre, y bulliciosa, la qual es mui freqüente entre los Negros».
Eugenio de Salazar, en el siglo XVI, daba cuenta de uno de tales bailes guineos, el Gurumbé, que también aparecía en el «Baile entremesado de negros» de Francisco de Avellaneda y en la «Mojiganga que se hizo en Sevilla en las fiestas del Corpus de 1672». En otras piezas figuran bailes con otros nombres, aunque posiblemente se refieran al anterior: Gurrumé («Mojiganga de la gitanada»), Galumpé y Gurujú de Guinea, «bailado a lo andaluz» («Nacimiento de Cristo» y «La isla del Sol» de Lope de Vega, respectivamente).
El Zarambeque fue un baile generalmente aceptado como de origen africano, tal como reconocía en 1739 el «Diccionario de Autoridades»: «Tañido, y danza mui alegre, y bulliciosa, la qual es mui frecüente entre los negros». Para Cotarelo, el guineo y el zarambeque eran lo mismo, mientras que para A.Larrea, también era conocido como zambí, no faltando quien lo identificaba como el zumbé (¿cumbé?), como sucede en el entremés «Los gorrones». En todo caso, el zarambeque tuvo indudable éxito en la segunda mitad del siglo XVII, tal como se demuestra por su aparición en diversos entremeses y demás piezas: «El Portugués», «Niño caballero», «La fiesta de Palacio», «El parto de Juan Rana», baile de los «Borrachos», «La boda de Juan Rana», «Las Naciones», «El Retrato de Juan Rana», «Los Sones», «El Sacristán Berengeno», «El colegio de los Gorrones», «Sainetes del Matemático», «El zarambeque de Cupido», «Auto de la Nave» (atribuido a Calderón de la Barca), «El primer duelo del mundo», «Mojigangas del Zarambeque» y «Mojiganga del Mundi Nuevo». En el siglo XVIII Fernando de Castro lo incluyó en el fin de fiesta «Doña Parva Materia», así como en el entremés «El destierro del hoyo» y Ramón de la Cruz lo hizo cantar por un coro de «negritas».
Es posible que también fueran de origen africano aquellos bailes referidos a la etnia mandinga. Sirva de ejemplo «La pícara Justina» donde se menciona la «jácara al uso de la mandilandinga». En el baile «El rechazo» encontramos una alusión al estribillo de origen africano «¡Ye, Ye», que también aparece en el «Entremés del niño caballero». El Cumbé, baile originario del Golfo de Guínea que algunos identificaban con el zarambeque, fue definido de la siguiente manera en el «Diccionario de Autoridades»: «Baile de negros, que se hace al son de un tañido alegre, que se llama del mismo modo, y consiste en muchos meneos de cuerpo à un lado y à otro». En la mojiganga de «La burla del papel» se nos informa de su aceptación entre los jóvenes.
Otros bailes y cantes también pudieron tener un origen africano, máxime si tenemos en cuenta que fueron negros reales o fingidos quienes lo ejecutaron en escena. Entre los ejemplos disponibles: «Entremés del platillo», «En la fiesta del Santísimo Sacramento», «A lo mismo», «En la Fiesta de la Adoración de los Reyes» (las dos últimas piezas de Luis de Góngora), «Mojiganga de la negra», «Mojiganga del Mundi Nuevo», entremeses «El borracho» y «Los negros de Santo Tomé». En el siglo XVIII aparece en el «Entremés segundo del negro». A la chacona le atribuyen un origen afroamericano Cervantes, Quevedo («chacona mulata»), Simón Aguado («Entremés del pasillo» y «El Entremés de los negros») y Jerónimo Salas Barbadillo («El Prado de Madrid y el baile de la Capona»). Es posible que con el gateado ocurra lo mismo: Lope de Vega en su comedia «El premio del bien hablar» alude a una mulata aficionada al gateado. Ocurre lo mismo con el «Baile de la Gayumba», el baile «Retambo», mientras que la «Mojiganga del Folión», de fines del siglo XVII, incluye un «baile gracioso americano».
Entre los instrumentos utilizados por los negros en sus bailes y desfiles procesionales figuran los de indudable origen africano como los tambores (tamborcillos, tamborilillos, atabalillos y tamboriles) y los de origen europeo como la guitarra. Posiblemente, el más acabado ejemplo del amor de los negros por la guitarra lo proporciona Miguel de Cervantes en «El celoso extremeño». Además, panderetas, sonajas, castañuelas, zambombas, etc. También fue utilizada la escoba, para con su son animar la «mulata chacona». Más insólito e interesante es el hecho de que en «La fragua del amor» aparezca un negro cantando y bailando en una fragua acompañando con la percusión de martillos.
Del colectivo de esclavos surgió un grupo de músicos profesionalizados en mayor o menor medida. Las referencias, aunque escasas y algo imprecisas, tienen un enorme interés. En 1590, Leonor Rija y cuatro mulatas habían participado en la procesión del Corpus sevillano, actuación que les reportó el cobro de ochenta doblones. Unos años más tarde, en 1618, fue enterrado en el cementerio de la iglesia del barrio sevillano de San Bernardo un mulato conocido por “Juan Coplilla”, lo que posiblemente indique su oficio, o al menos su afición. «Dos negritos verdaderos» fueron los animadores del baile que se celebró en 1660 en el Palacio Real. La mulata María de Córdova y de la Vega, Amarilis, que recitaba, cantaba, tañía y bailaba, fue una de las comediantas más célebres del siglo XVII. Una carta del deán del cabildo de Alicante, Manuel Martí, fechada en Cádiz en 1712, ridiculizaba el fandango: «No solamente le honran las negras y las personas de baja condición, sino también las mujeres más nobles y de encumbrado nacimiento». Debe ser merecidamente resaltado el anuncio aparecido en 1759 en un diario madrileño de la venta de un negro del que se destacaban sus habilidades musicales: «sabe … tocar el Clarín, la Flauta dulce y travesera».
En definitiva, es indudable que los ritmos africanos fueron conocidos en España con anterioridad a su ida forzada a América. Al menos desde el siglo XIV los esclavos negros lo habían ido introduciendo en las ciudades bajoandaluzas y en las de la fachada mediterránea española. Lope de Vega reconocía en su comedia «Los nobles como han de ser» la participación de los negros en la mezcla de músicas que se producía en los puertos bajoandaluces: «Flamencos, indios y negros / y la nación española, / risueños bailando muestran / sus alegrias notorias». Quiñones de Benavente, en «Los alcaldes encontrados» (1635), hacía explicar a un cómico el secreto del éxito de los negros: «Cantando están de lo fino, bailando van de los nuevo, juntando en dulce armonía, gracia, baile, tono y versos». Por su parte, Simón de Aguado en 1602 ponía en boca de una negra una frase que (aunque no se refería a la música), resumía, a mi entender, la contribución de la música negra (la aprendida en la tierra de nacimiento de los esclavos) a la andaluza (la originaria enriquecida con el forzado contacto de la música europea): «Manicongo nacimo, Seviya batizamolo».
Blanqueando la música negra
Así, pues, se produjo un doble proceso en el que a los negros les fue fácil introducir su propia música originaria de África, pero también les fue fácil adoptar buena parte de los cantes y bailes populares del momento, así como los instrumentos europeos que hasta entonces les habían sido extraños. Estamos, pues, ante un caso claro de aculturación de la población esclava que, sin olvidar el tañido de sus tambores y ritmos propios, tenderá a adoptar la guitarra, la bandurria, las castañuelas y otros instrumentos europeos. Negros y mulatos, esclavos o libres, habían añadido a la vivacidad de los ritmos africanos algunas reglas e instrumentos de la música española. Los esclavos «blanquearon» su música, lo que les permitió extenderla a más amplios sectores de la sociedad que los esclavizaba y se burlaba de ellos. El éxito de la música africana explica que los negros y mulatos pudieran cantar y bailar, sin intermediarios fingidos o postizos, en los escenarios españoles.
No menos importancia tiene el señalar que los peninsulares se fueron aficionando al mismo tiempo a los ritmos y sones africanos, tal como se observa en las citadas coplas de Reynosa que se debían de «cantar al tono de Guineo».
A fines del siglo XVIII y comienzos del XIX se produjo cierto renacer de la esclavitud en España, fenómeno vinculado con la creciente introducción del cultivo de la caña de azúcar en Cuba basado en la mano de obra esclava africana y con la repatriación de enriquecidos indianos (buena parte de los cuales participaron en la trata negrera) con sus esclavos favoritos, que formaban parte, uno de tantos, de sus símbolos de riqueza y poder atesorados en la isla antillana. De ahí, la relativamente importante presencia de negros esclavos y libres, así como mulatos, en diversas ciudades españolas: Sevilla, Cádiz, El Puerto de Santa María, Málaga, Madrid, Badajoz, Murcia, Barcelona, Valencia y Mallorca.
Su participación fue muy importante en los ambientes musicales de la época: comedias, sainetes, entremeses, zarzuelas, etc. los incluían con frecuencia en su reparto. Entre las piezas más frecuentemente representadas en el siglo XVIII, algunas de las cuales procedían de las centurias anteriores, hay que destacar «El Negro más prodigioso o el Mágico africano», «El Negro Sensible», «El Valiente negro de Flandes», «El esclavo de su honra y Negro del cuerpo blanco», «Entremés de la negra lectora», etc. Los negros también fueron protagonistas de los romances y demás literatura de cordel (uno de los mejores ejemplos es la famosa relación «Boda de negros» del Puerto de Santa María), aunque por lo general aparecían como seres malvados y lujuriosos que ejecutaban todo tipo de crímenes horrendos y violaciones sin cuento en las personas de sus amos. En todo caso, la continua presencia de cantes y bailes de origen africano evidenciaba que seguían gozando del favor de las capas populares de la población, especialmente en calles, cafés y tabernas.
Los bailes y cantes ya conocidos en los siglos XVI y XVII tuvieron continuidad en el Setecientos. Recuérdese que el «Diccionario de Autoridades» conservaba en esta última centuria los vocablos guineo, cumbé y zarambeque como sinónimos de danzas festivas de negros y, ya vimos anteriormente, que en una de las piezas de Ramón de la Cruz coro de «negritas» cantaba el zarambeque. Por su parte, el cumbé aparece en las tonadillas «La criolla» (1780) y «La gitanilla del coliseo» (1766). En 1801 y 1802 todavía se bailaba el cumbé en Madrid, aunque a fines de la década de los treinta apenas sí se recordaba, según el testimonio de C.Dembowski, que estuvo en España entre 1838 y 1840. En los citados casos de los bailes guineos, cumbé y zarambeque ¿se trató sólo de una recuperación literaria? No parece que fuera así, especialmente teniendo en cuenta que estas piezas musicales se esforzaban en adaptarse continuamente a los gustos cambiantes de los espectadores. Es decir, la música africana continuaba gozando del favor de diversos sectores del público.
Como apuntaba con anterioridad, el declive de la población esclava en España y su vertiginoso aumento en las colonias americanas explican que el colectivo negro y mulato peninsular se fuera engrosando poco a poco con la llegada de esclavos o domésticos negros que, siguiendo a sus amos, llegaban de América. De ahí la cada vez mayor presencia de los negros indianos en los escenarios españoles, con sus bailes y cantes afroamericanos característicos, algo que fue tomando importancia a medida que avanzaba el Setecientos. Este fenómeno fue percibido por los autores teatrales. En el fin de fiesta de «El indiano de la Oliva», cuatro negras que llegan a España con su amo cantan una «tonadilla nueva de Veracruz». En el entremés «El Colegio de los poetas» se insiste en la procedencia americana de algunos cantes y bailes.
Cuando el componente africano de la música española, forjado en los siglos XVI y XVII, estaba a punto de desaparecer, llegaron del otro lado del Océano Atlántico los ritmos africanos aclimatados en América. La nueva música africana pasada por tierras americanas se introdujo en España al aprovechar los gustos musicales previamente introducidos por los esclavos africanos en los siglos anteriores. La continuidad estaba asegurada. Posiblemente este proceso, aún mal conocido, ha favorecido que los especialistas en el flamenco hayan tendido a olvidar los orígenes africanos de la música que nos interesa.
La aclimatación del tango
Los tangos parecen protagonizar este proceso. Aunque las dificultades para establecer su origen son evidentes, existen testimonios que sitúan su nacimiento en La Habana (al menos en su forma moderna) a comienzos del Ochocientos. Otro testimonio, esta vez de 1814, señala la presencia de bailes conocidos como tangos en Cádiz, mientras que en 1821 se bailaba en los escenarios de Barcelona las «boleras del tango». Paulatinamente se cantaron casi por toda la península. En 1847 se editó en Cádiz una zarzuela que hacía alusión a «mis tangos de Sevilla». Un año más tarde el “Semanario Pintoresco Español» publicaba un artículo en el que se citaban «los perezosos compases del punto de la Habana o en los salvajes gritos del tango».
De 1849 es el texto de una carta que abundaba en la temprana aclimatación del tango americano en Cádiz y Sevilla, fenómeno que corroboraba el Diccionario de la Real Academia Español al acoger el vocablo tango en 1852. Diez años más tarde, Davillier daba cuenta de una fiesta en Triana en la que una joven gitana «bailó el tango americano con extraordinaria gracia. El tango es un baile de negros que tiene un ritmo muy marcado y fuertemente acentuado». En la plaza de toros sevillana el mismo autor presenció una corrida en la que intervino una cuadrilla de negros («súbditos del rey Congo»), los cuales » hicieron su entrada bailando la ‘sopimpa’, un baile negro cuyo ritmo marcaba la orquesta, ejecutando después otras danzas de su país, como el ‘cucullé’ y el ‘tango americano’ «, ritmo éste último que fue coreado por el público.
Finalmente, también estuvo presente en una reunión de los trabajadores de una bodega jerezana en la que se cantaron «las coplas del ‘Tango americano’, una de las canciones más populares de Andalucía». Posteriormente, en 1886, tenemos noticias de un cuadro flamenco Sevilla no compuesto por seis cantaores que incluían en su repertorio los tangos, así como un numeroso grupo de sevillanas que cantaron «muy graciosos tangos, que nacidos en tierras americanas, aquí han tomado carta de naturaleza». Un año más tarde, y en una fiesta flamenca celebrada en Sevilla, sabemos de «una hermosa mujer que se ‘bailó’ unos tangos y unas seguidillas gitanas».
A la vista de lo expuesto puede aventurarse que en la década de los cuarenta se produjo la popularización del tango, lo que favoreció su inclusión por parte de los autores de zarzuelas para aprovechar del favor del público. En pocos años se difundieron extraordinariamente los tangos en Sevilla, Cádiz, Jerez, Sanlúcar de Barrameda, Almería, Córdoba, Madrid, Barcelona, Lérida y hasta Sant Feliu de Guíxols: Tango americano, Tango de los Negros, Tangos del Cucoyé, Tango del Chorlito, Tangos de Las viejas ricas de Cádiz, Tangos de la flamenca, Tango del Sangá, Sangá, Tango del caracolillo, etc. Aunque no con tanto éxito, el punto de La Habana, las guajiras (1874 y 1789), las habaneras (1865, 1867, 1868, 1876, 1877, 1880, 1883 y 1885) también estuvieron presentes en los escenarios y reuniones festivas de Sevilla, Cádiz, etc.
Pocas son las noticias sobre los afroamericanos, negros o mulatos, que en España interpretaron tales cantes y bailes. En 1859 la prensa sevillana daba cuenta de «un negrazo que anda bailando la ‘manduca’, acompañándose de tales gestos, visiones y meneos, que no pocas personas vuelven la cara a otro lado avergonzadas de presenciar tales y tan grotescos ademanes». Posteriormente, en 1875 el «célebre flamenco mulato Meric» cantó «El tanguito llamado Cangu, Cangu» en Jerez. En 1879 un bailarín negro que actuaba en Madrid, Chirwing, interpretaba unas supuestas peteneras.
En la década de los ochenta se detecta la actuación de los enigmáticos «Tres negros bemoles». No menos interesante es el testimonio de Pepe el de la Matrona sobre un personaje popular de Sevilla que «tocaba el pito. El Negro Vega se vino de Cuba -cuando la guerra de Cuba con Jaramillo-, y tenía un oído». Paralelamente, numerosos cubanos estuvieron en España y dieron a conocer, de una u otra forma, sus cantes. Un funcionario del presidio de Ceuta nos dejó la siguiente observación: «allí vivían en 1873 los insurrectos, cubanos, casi todos los condenados a cadena perpetua.
Estos infelices, a quienes el mundo oficial de Ceuta miraba por encima del hombro, cultivaban un pedazo de terreno dentro de murallas, y le hacían producir lindamente, labrándolo al son de populares ‘guajiras’ saturadas de odio a España». Uno de los más afamados «guapos» del penal ceutí fue el Negro Dolores, con un largo historial de homicidios cometidos en La Habana. Con anterioridad, en 1848, se publicaron en La Habana las décimas de «El Negro José del Rosario», que narraban las visicitudes del protagonista, un negro curro o valentón, en el penal de Ceuta.
En resumidas cuentas, no se puede ignorar la aportación de la música africana de los esclavos y libertos negros y mulatos en la España de los siglos XVI, XVII y XVIII. Tampoco se puede ignorar que a lo largo del último siglo citado y, especialmente, del Ochocientos fueron llegando a la península, sobre todo a Andalucía, los ritmos afroamericanos, los cuales revitalizaron la música africana que se encontraba en peligro de desaparición, en paralelo al declive de la población esclava en la península.
Negros y gitanos
El éxito de tales cantes, bailes y ritmos fue de extraordinaria importancia para la música andaluza, ya que favoreció que estos elementos africanos y afroamericanos pudieran entrar a formar parte de lo que en breve llegaría a ser conocido como flamenco. La revitalización del gusto por la música con elementos africanos y afroamericanos se produjo cuando escaseaban sus intérpretes en los escenarios profesionales y en los espacios de sociabilidad populares.
Todo parece indicar que los gitanos supieron llenar el vacío creado y apoderarse lenta, pero claramente, de esta música. En efecto, los gitanos cumplieron una importantísima labor al incorporar a su repertorio musical buena parte de los bailes y cantes de origen africano, ya fuesen los que llegaron directamente de África, ya fuesen los que llegaron posteriormente vía América. El trabajo de demostrar la anterior hipótesis está por hacer, aunque se pueden aducir algunos argumentos que apuntarían en la citada dirección:
* La condición de comunidad marginal y marginada compartida por negros y gitanos en el periodo citado.
* El hecho sabido de que los gitanos acogieran a no pocos desertores de la España oficial (entre ellos negros esclavos o libertos) a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, lo que debió de favorecer la mezcla de músicas.
* La proverbial afición y la habilidad que negros y gitanos poseen en el terreno musical.
* La incorporación musical de los gitanos a las fiestas religiosas, camino recorrido con anterioridad por los negros.
* El hecho de que los gitanos también fueran representados en los escenarios al modo como lo fueron los negros. En la «Mojiganga de la gitanada», de 1670, intervenían dos negrillos que cantaban el estribillo del Gurrumé.
* El infructuoso intento llevado a cabo desde el poder de atenuar la presencia en escenarios y fiestas populares, como lo demuestra la Real Cédula de 1633 al disponer «que ni en danzas ni en otro acto alguno se permita acción ni representación, traje, ni nombre de gitanos pena de dos años de destierro y de 50.000 maravedíes».
* La constatación de que, por fortuna, los bailes y cantes de los gitanos ganaron el territorio de las tabernas, de las plazas y de las calles.
En definitiva, todo parece indicar que los gitanos fueron incorporando a su acervo musical cantes, bailes y ritmos africanos y afroamericanos. En los siglos XVI y XVII lo hicieron con los aportados por los esclavos traídos a la península, y en los siglos XVIII y XIX con los sones afroamericanos llegados del Nuevo Mundo. Su labor permitió que la herencia musical de los esclavos negros en España (rejuvenecida posteriormente por la música afroamericana), no se perdiera totalmente, en especial en Andalucía.
Los gitanos se apropiaron del cumbé, baile que aparecen ejecutando en la pieza «El tutor embustero». También incluyeron en su repertorio el Mandingoy, como lo demuestra el caso de la nieta de Balthasar Montes, que en 1746 bailó el «Maguindoi». O el que un poco más tarde, en 1776, un viajero extranjero por la España dieciochesca, Henry Swimburne, anotó que los gitanos de Cádiz se dedicaban «a bailar un baile indecente que se llamaba Mandingoy», que posteriormente vuelve a aparecer en la pieza «Los gitanos tragedistas». En 1827 se representó en los escenarios barceloneses el «gitano baile, nominado el zarambeque o cachucha». Más importancia tiene el que los gitanos se hicieran con el dominio de los tangos, tal como ponen de manifiesto las noticias comentadas con anterioridad.
Estébanez Calderón captó plenamente la labor «blanqueadora» llevada a cabo por los gitanos, aunque no los citara directamente: «En vano es que de las Indias lleguen a Cádiz nuevos cantares y bailes de distinta, aunque siempre de sabrosa y lasciva prosapia; jamás se aclimatarán si antes, pasando por Sevilla, no dejan en vil sedimento lo demasiado torpe y lo muy fastidioso y monótono a fuerza de ser exagerado. Saliendo un baile de la escuela de Sevilla, como de un crisol, puro y vestido a la andaluza, pronto se deja conocer, y es admitido desde Tarifa a Almería, y desde Córdoba a Málaga y Ronda».
De confirmarse el hecho al que apuntan los testimonios anteriores, a los gitanos les cabría el indudable honor de haber conservado para la posteridad parte del acervo cultural de los distintos colectivos marginados por la sociedad española a lo largo de los siglos (negros, moriscos, etc.). Quizás sea esta la vía para explicar el surgimiento del flamenco, su jondura y su enorme variedad.
Autor: Eloy Martín Corrales.
Profesor de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona.