A escasos pasos de allí se encuentran la Plaza de Armas, en torno a la cual se levantan el imponente Castillo de la Real Fuerza (1577) –donde hoy se exhibe la colección de cerámica artística más importante de la Isla y sobre cuya torre se erige La Giraldilla, una artística veleta símbolo de la ciudad– y los Palacios de los Capitanes Generales (Museo de la Ciudad) y del Segundo Cabo.
Otras tres plazas y sus edificaciones colindantes despiertan invariablemente el interés de sus visitantes: la Plaza de la Catedral, rodeada por opulentas mansiones; la recién restaurada Plaza Vieja, donde sobresale la casa de los Condes de San Juan de Jaruco; y la Plaza de San Francisco de Asís, aledaña a la iglesia y el convento de igual nombre, en uno de cuyos claustros se encuentra el Museo de Arte Sacro.
Mas caminar por las calles de la Habana Vieja, muchas de éstas aún adoquinadas, representa también la posibilidad de acercarse a más de una docena de museos y estudios-galerías de afamados artistas plásticos cubanos y latinoamericanos; visitar las casas de Benito Juárez, de Asia, África, Puerto Rico, de los Árabes (allí se encuentra la única sala para las plegarias musulmanas existente en Cuba) y de Simón Bolívar.
Resulta asimismo interesante visitar la maqueta de esta municipalidad; transitar por la Alameda de Paula, un hermoso paseo construido en la segunda mitad del siglo XVIII; o cruzar la bahía para llegar hasta los ultramarinos poblados de Casablanca, donde se erige el Cristo de La Habana, y Regla, donde se encuentra el Santuario de Nuestra Señora de la Virgen de Regla, protectora de marinos y pescadores y patrona de la Bahía de La Habana.
El parque histórico-militar Morro-Cabaña lo conforman dos reductos de la magnitud del Castillo de los Tres Reyes del Morro (1630) y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña (1774), catalogada en su momento como la obra cumbre del sistema defensivo abaluartado. Precisamente desde esta última fortificación se dispara cada noche, a las nueve en punto, un cañonazo de salva que en llamativa ceremonia rememora los tiempos cuando sendos fogonazos (en horas de la madrugada y al anochecer) constituían la señal convenida para abrir o cerrar las murallas de la ciudad y para colocar o retirar la enorme cadena flotante de madera y bronce que daba acceso al puerto de la villa.